jueves, 22 de junio de 2017

Crónica de un sitio pestilente

La última ocasión que trabajé en una oficina fue en el año 2005. El espacio, de apenas veinticinco metros cuadrados, albergaba providencialmente a cinco mentecatos cuyo mobiliario personal constaba de escritorio, silla y archivero de tres gavetas. No teníamos horno de microondas, ni frigobar. Más nos valía. Nuestro espacio laboral no tenía ventana alguna que nos ayudara a respirar un aire menos enrarecido que el que nosotros mismos hacíamos circular después de un par de horas de trabajo. Por lo anterior, los miembros de tan prominente despacho de pedagogía habíamos acordado no comer, no fumar y evitar la distensión de nuestros músculos abdominales dentro de aquel espacio. El acuerdo siempre fue respetado y eso ayudó a que las relaciones laborales se mantuvieran profesional y personalmente sanas. Desde entonces aprendí que todo centro de trabajo que se precie de serlo debe tener acuerdos que eviten la guerra de malos olores.

Desafortunadamente aquel caso fue extrañamente único.

Me encuentro en la oficina del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos de Naucalpan y huele a gordita de carnitas con cebolla y salsa con ajo. No miento, Tal vez el aroma sea parte del mobiliario o una simple motivación al trabajador para que realice con esmero la afanosa labor de luchar contra el rezago educativo que sufre esta nación.

No tendría que estar aquí pero una misión profesional me obliga a tomar asiento en un desvencijado sillón que se encuentra entre la entrada y el baño, cuyo hedor me provoca una sensación de pena ajena. Luego de tomarme unos minutos para que mi olfato asimile el licuado de aromas y de paso rogar al Señor para que mi ropa no se impregne con ellos, descubro a un grupo de personas que realizan actividades –supongo– productivas, que consisten en mover los dedos para teclear un teléfono celular al ritmo de whatsapp, mover los dedos para dar vuelta a la página de un catalogo de productos de belleza o mover los dedos para destapar una bolsita repleta de pasitas con chocolate, todo desde la comodidad de una silla.

De inmediato las antenas de aquella jauría detectan mi indefensa presencia y casi al unísono preguntan si se me ofrece algo. Aquí, apreciado lector, es necesario hacer una acotación para aclarar que en el submundo de los sevicios educativos, una persona con facha de analfabeta disfuncional como su servidor, representa –por diversos frentes– la posibilidad de engrosarle el cheque a alguien. Sin embargo, como mi respuesta se limita a aclarar que me encuentro esperando a una persona con quien tengo una cita, la indiferencia se convierte en el nuevo aroma que transita en el lugar al tiempo que todos, en perfecta coreografía, regresan las miradas a sus teléfonos y catálogos. Segundos después aparece por la puerta un sujeto que orgulloso porta una playera del INEA. Aclaro que nunca he confiado en quienes portan playeras con estampados institucionales y menos cuando lo hacen con pedantería, pero en este caso el hombre se toma unos minutos para saludarme de mano y preguntar si puede ayudarme. Al hacerle saber que me encuentro ahí por una misión profesional y que espero a cierta persona de -quien menciono el nombre-, el sujeto cambia el talante y busca un pretexto para salir huyendo como si le hubiese mencionado el nombre de la mismísima hija del conde Drácula. Reafirmo mi dicho de que los sujetos que portan playeras con estampados institucionales me provocan repulsión.

El aroma a gordita de carnitas con cebolla y salsa con ajo no se disipa, por el contrario, se recrudece cuando por la puerta cruza una mujer que porta un mandil a cuadros y una canasta anunciando que trae un pedido de quesadillas de pollo. La actitud de la mujer me hace pensarla como un elemento imprescindible en aquella festiva oficina pues sus bromas, en forma de comentarios casuales, son lugares comunes que son respondidos por mas lugares comunes que dan rienda suelta una parodia televisiva de los años ochentas. Vale aclarar que este texto no contiene risas grabadas.

Decido levantarme del viejo sillón y salir a llamar por teléfono a la culpable de que me encuentre en ese sitio. Me instruye permanecer estoico durante otros quince minutos en tanto logra emerger del tráfico. Al regresar, mi lugar ha sido ocupado por una enorme bolsa con estampado de Winnie the Pooh repleta de botanas. Mientras busco un nuevo asiento descubro a una mujer quien al son de “¿qué te voy a dejar?”, recorre los escritorios en un peregrinar que se vuelve eterno. Al mismo tiempo, desde el escritorio del fondo, otra mujer (de la que guardo referencias gracias a su comentada y presumida liposucción), hace circular un catalogo que provoca más preguntas que una guía de estudio para acreditar cualquier examen del modelo educativo que ahí promueven. Dicho catálogo también hace surtir un efecto que yo no pude provocar: reunir a un grupúsculo de entusiastas trabajadoras (leáse el sarcasmo en mis letras al escribir la última palabra) quienes me reafirman que cuando se quiere, se puede tener voluntad para abandonar la silla por difícil que resulte.

Suena mi teléfono y me entero que mi interlocutora tiene un nuevo percance. Ya no importa, mis observaciones para este trabajo de antropología social merecen que espere el tiempo que resulte prudente. Mientras lo pienso un pisotón me hace reaccionar. La culpable ni se inmuta, pasa de largo cuidando no arrojar al piso los productos alimenticios que lleva entre los brazos y que la secretaria de salud denomina como comida chatarra. Minutos después recibo otro pisotón de la señora que vende botanas. Sobra decir que tampoco se inmuta y mucho menos ofrece disculpas. Estoy seguro que en esta institución se estila que los pisotones son cosa menor. Recojo las piernas en una posición incómoda pero segura para mantener a salvo los pies.

Aunque bien sé que el menú de esta mañana consiste en quesadillas de pollo y carne, el olor a gordita de carnitas con cebolla y salsa con ajo no desaparece. Me hago a la idea que el aroma se me impregnará en la ropa y en menos de dos horas tendré que ofrecer algunas explicaciones al respecto. Como parte de la explicación escribiré este texto que ahora sólo merodea en forma de pensamientos.

Un par de señoras entran al lugar. Una de ellas lleva a un niño pequeño que lo primero que hace es correr al baño. El niño no cierra la puerta por lo que resulta incómodo escuchar la distensión de sus pequeños pero potentes músculos abdominales. Decido que es momento de salir y respirar aire puro. En el pasillo techado, donde un montón de cajas repletas con libros apenas dejan un espacio para el paso de un humano de cuerpo promedio, dos jovencitas llevan a cabo una amena conferencia cigarrillo en mano. Decido salir a la calle, después de todo, ahí no hay nada que pueda provocarme queja,

Pasan ciento ochenta minutos antes de que mi entrevistadora aparezca mostrando su sonrisa jovial. De inmediato corro a su encuentro. Amablemente me indica entrar a la oficina y tomar asiento en el sofá mientras ella concluye, en escasos dos minutos, la misión para la que he sido enviado con ella. El aroma que cité en párrafos anteriores ahora se mezcla con el de las frituras aderezadas con sabor y aroma a queso. ¡Demonios, tengo que salir de aquí!

Desde ahora me declaro enemigo confeso de las oficinas donde los empleados sean aficionados a comer dentro de sus espacios laborales, y más aun de las oficinas donde la atención a los catálogos y las pantallas del teléfono celular estén por encima al trato con las personas. Estoy seguro que si ellos visitaran mi espacio de trabajo le encontrarían mil defectos pero ninguno que tuviera que ver con el aroma y la atención afable. Mientras eso sucede juro que la próxima vez que pise esta oficina del INEA llevaré un aromatizante que haré estallar como bomba en perjuicio de sus hábitos hediondos. ¡He dicho!