Una
urgencia extrema relacionada con una documentación, me hizo retirar a los
alumnos una hora antes de lo habitual. Ellos, mostrando una alegría extrema,
decidieron huir de la escuela antes de que cambiara de opinión.
Minutos
después, mientras disfrutaba del silencio que ofrece un salón vacío y me
concentraba en el orden de la documentación que urgía entregar, un ruido me
hizo perder la concentración. La vibración se hizo más intensa. A menos de dos
metros de distancia, el ventilador, literalmente estaba bailando. El pizarrón
comenzó a azotarse contra la pared con furia. Estaba temblando.
Me
levanté y caminé hasta la salida. El piso se movía. Nunca antes había
experimentado semejante sensación. Mientras desalojaba a los jóvenes que se
encontraban en el salón contiguo no dejaba de pensar en el movimiento en mis
pies. Cuando eres responsable de otros, no te da tiempo de aterrarte, de sentir
miedo. Sacas una fuerza extraña que te hace mantener la calma hasta que caes en
la cuenta que acaba de ocurrir algo grave.
Mientras
bajaba los escalones podía observar que el edificio se movía, que algo crujía a
mis espaldas y que la lámpara del techo, sostenida con dos cadenitas, amenazaba
con desplomarse cuando pasara debajo de ella. El director de preparatoria y yo
fuimos los últimos en salir. Los alumnos reían nerviosamente parados frente a
la escuela. Pensé en los árboles que estaban detrás de ellos, en el edificio
detrás de los árboles, en el poste que sostiene un transformador de luz frente
a los muchachos y en la decena de cables que estaban sobre sus cabezas.
Por
unos instantes me concentré en las reacciones de la gente: en sus caras llenas
de terror, en las crisis nerviosas de dos chiquillas, en el chacoteo de los
muchachos, en los comentarios. Mi pasmo se quebró cuando escuché llorar a
alguien.
Pasaron
cinco minutos antes de que decidiéramos entrar a revisar la escuela. Sabíamos
que no era lo adecuado pero la calle tampoco era un lugar seguro. Al parecer
todo estaba bien. Mientas revisábamos la escuela descubrimos que la señora que
se encarga del aseo se había mantenido dentro de la escuela cuidando sus
pertenencias. Vaya irresponsabilidad pero es bien cierto que cada quien se la
juega como mejor le conviene. El reloj marcaba las 13:33 cuando los alumnos
regresaron a sus salones. El director de la preparatoria y yo convenimos en
dejar salir a los muchachos no sin antes hacerles más recomendaciones que una
madre. Las ambulancias y helicópteros rondaban la ciudad. Para entonces no
imaginábamos los daños eran serios.
Aún
cuando la situación se tornó grave, una reunión de trabajo estuvo por encima de
las órdenes de suspender labores en el turno vespertino. La incertidumbre de
varios de los que nos encontramos en dicha reunión era evidente. Somos profesores
pero también somos humanos que tenemos hijos, que tenemos una familia, y para
entonces, sabiendo que nuestros alumnos se encontraban bien nos urgía ir
directamente a nuestras casas a verificar que todo estuviera en orden. Era lo
menos considerando que la telefonía se encontraba colapsada.
Regresar
a casa resultó complicado. Para entonces afortunadamente había logrado
comunicarme con mi familia y sabía que todos estaban a salvo, que no les había
ocurrido nada más allá del susto. Tras una hora de espera pude tomar un camión
llenísimo. Por el periférico, a la altura de Valle Dorado, la gente caminaba
buscando acercarse a sus casas pues el transporte se volvió escaso e
insuficiente.
Al
escuchar las noticias entré en pánico. Lo que apenas unas horas había sido sólo
un temblor, ahora era una tragedia. 19 de septiembre de 2017, 32 años después
del gran sismo que casi liquidó la ciudad.
Lo peor apenas estaba por venir.
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