martes, 21 de marzo de 2017

Acosos. Harapo humano. Pt 1



El centro de Naucalpan jamás descansa. A pesar de que una de las avenidas principales se encuentra cerrada para su repavimentación el comercio ambulante, las escuelas, los negocios establecidos, el transporte y la vagancia forman un sistema embalado que trabaja para no dejar morir a ese municipio que cada trienio parece colapsar. Este último, que prometió un cambio rotundo –juran muchos– ahora sí va a liquidar lo poco que sobra pues en menos de un año lo único que ha conseguido es colapsar todavía más la vida de los habitantes del municipio.

A escasos metros de ese núcleo el parque Revolución invita al respiro. Son las nueve de la mañana y las amas de casa ya buscan la sombra de un árbol para protegerse de los rayos del sol que arribaron con rabia en la naciente primavera. Los estudiantes buscan la señal de Wi-Fi prometida en la plaza pública mientras los más osados, con pareja, se refugian en el kiosco para declararse amor en múltiples variantes. Algunos vendedores de dulces y cigarros comienzan su labor, acomodan sus productos a discreción en tanto los policías, desde su caseta, se tornan indiferentes a esa dinámica que rompe con la ley y cuya aplicación es discrecional. Únicamente se muestran alertas cuando alguna mujer con ropa entallada pasa frente a ellos. Se toman unos segundos para observar sin recato el atuendo, el andar y tal vez algo más, y sólo después de un rato comienzan a intercambiar puntos de vista. A ellos se unen un sin fin de hombres que se apean alrededor de la reja y que diariamente acuden hasta ese sitio para reunirse con alguien ya sea por asuntos amorosos u otros menos importantes como los laborales. A decir verdad ese parque es el indicado si uno quiere echarse un taco de ojo, me confió alguna vez un anciano que suele pasar las tardes en alguna de las bancas observando a las chiquillas de la secundaria, de la preparatoria o algunas señoras que acuden con sus hijos a distraerse después de la escuela.

Cerca del puesto de revistas ubicado frente a la clínica del Seguro Social un hombre sin pierna y apariencia lastimera se mantiene atento a las mujeres que pasan. No discrimina para piroperar. No le importa si son madres que llevan de la mano a sus niños o si son jovencitas de escuela, algunas casi niñas. No le importa si van arregladas o en fachas. Sólo le importa que vayan solas. Tampoco le importa generar esa molestia que incluso contagia a otros hombres. Pero estamos en Naucalpan, uno de los once municipios que más violencia ejerce contra las mujeres en el estado de México y que en la segunda mitad del 2016 fue foco de atención al registrarse varios feminicidios. Una mujer rubia atraviesa la avenida 16 de septiembre sorteando combis, microbuses y uno que otro auto perdido. Se escucha algún chiflido. Viste leggins de un blanco impecable, tenis negros y una playera deportiva del mismo color que sus zapatos. Parece que lleva prisa. Sorteando cuerpos en movimiento pasa frente al lisiado que se endereza para decirle algo imperceptible. La rubia se detiene en seco. Pretende encararlo pero al descubrirlo minusválido se contiene.

     -        ¡No te molestes mamazota, eres un monumento digno de saborear aunque sea con la mirada! –reitera el hombre mientras al fondo los policías sueltan una risotada ensimismados en su charla.

La mujer parece confundida. Se nota la mirada enfurecida, los labios apretados, las manos sueltas queriendo arremeter contra aquel harapo humano pero al final resuelve caminar lentamente hacia el puesto de revistas. Habla para ella misma, enojada. La sigo con la mirada hasta que se pierde al interior de la clínica. Al volver la mirada un hombre de unos treinta años, de brazos fuertes y espalda ancha se encuentra frente al lisiado y lo sentencia con el índice. Unas diez personas se acercan para escuchar lo que le dice. El hombre-harapo muestra una sonrisa cínica y chimuela que resulta repugnante. Sabe que el otro sujeto no se atreverá a ponerle una mano encima lo que enciende los ánimos del joven que baja su mochila al suelo y le manotea las muletas que salen disparadas una a cada costado. Un par de señoras tratan de contenerlo mientras otro hombre le hace ver que es un discapacitado y que nadie se mete con los discapacitados. Los policías reaccionan y vienen hasta donde el grupo de gente se ha convertido en multitud. El lisiado se carcajea y el joven no se contiene para propinarle una cachetada que le transforma la horrible sonrisa en una mueca de dolor y que de paso también le crispa la mirada. El hombre quiere defenderse con las muletas pero éstas yacen en el piso. Alcanzarlas parece una misión imposible para alguien en su condición. Los policías llegan mostrando más prepotencia que autoridad y dos de ellos sacan sus radios para pedir refuerzos. La escena se torna cómica: cuatro hombres obesos, armados, que se supone son autoridad piden refuerzos para detener a un joven que ahora se burla del viejo ante su incapacidad por responderle.

Las mujeres que inicialmente intentaron contener al joven exigen a los policías que actúen, que hagan valer su autoridad para detener al que ha ofendido a un discapacitado. Un tercer sujeto trata de imponer silencio para poder hablar con los policías quienes se limitan a tomar al joven por los brazos. Él no se resiste pero intenta explicar su actuar. Alguien más se envalentona y quiere darle una lección al joven. Todos dan su versión y al final los policías comienzan a dispersar a la multitud mientras conducen al joven al módulo que se encuentra en la otra esquina. Los que hablan por radio se conmiseran del lisiado y le acercan sus muletas, le preguntan si está bien, si necesita algo, si está lastimado. El hombre exagera el dolor y finge un desmayo. La escena se vuelve ridícula. Prefiero seguir mi camino. A veces la mejor ayuda es la indolencia sobre todo cuando la objetividad se vuelve subjetiva.

Metros adelante, frente a la papelería Nueva Japón, una jovencita camina delante de mí. Carga una canasta con flanes, jugos y sándwiches. Su exagerado contoneo es aderezado por su vestimenta (leggins rojos, blusa blanca y zapatillas negras) que ofrecen el pretexto perfecto para los piropos, los chiflidos y los comentarios que en algunos casos harían sonrojar al mismo lisiado. La chica acentúa su contoneo y aprovecha para increpar a los comerciantes: ¿te voy a dejar algo o sólo vas a decir pendejadas? No hay respuestas concretas, únicamente propuestas sexuales que no tengo tiempo de escuchar. Acelero el paso. Estoy a un par de calles del trabajo y se me ha hecho tarde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario