El
centro de Naucalpan jamás descansa. A pesar de que una de las avenidas
principales se encuentra cerrada para su repavimentación el comercio ambulante,
las escuelas, los negocios establecidos, el transporte y la vagancia forman un
sistema embalado que trabaja para no dejar morir a ese municipio que cada
trienio parece colapsar. Este último, que prometió un cambio rotundo –juran muchos–
ahora sí va a liquidar lo poco que sobra pues en menos de un año lo único que
ha conseguido es colapsar todavía más la vida de los habitantes del municipio.
A
escasos metros de ese núcleo el parque Revolución invita al respiro. Son las
nueve de la mañana y las amas de casa ya buscan la sombra de un árbol para
protegerse de los rayos del sol que arribaron con rabia en la naciente
primavera. Los estudiantes buscan la señal de Wi-Fi prometida en la plaza
pública mientras los más osados, con pareja, se refugian en el kiosco para
declararse amor en múltiples variantes. Algunos vendedores de dulces y cigarros
comienzan su labor, acomodan sus productos a discreción en tanto los policías,
desde su caseta, se tornan indiferentes a esa dinámica que rompe con la ley y cuya
aplicación es discrecional. Únicamente se muestran alertas cuando alguna mujer
con ropa entallada pasa frente a ellos. Se toman unos segundos para observar sin
recato el atuendo, el andar y tal vez algo más, y sólo después de un rato
comienzan a intercambiar puntos de vista. A ellos se unen un sin fin de hombres
que se apean alrededor de la reja y que diariamente acuden hasta ese sitio para
reunirse con alguien ya sea por asuntos amorosos u otros menos importantes como
los laborales. A decir verdad ese parque es el indicado si uno quiere echarse
un taco de ojo, me confió alguna vez un anciano que suele pasar las tardes en
alguna de las bancas observando a las chiquillas de la secundaria, de la
preparatoria o algunas señoras que acuden con sus hijos a distraerse después de
la escuela.
Cerca
del puesto de revistas ubicado frente a la clínica del Seguro Social un hombre
sin pierna y apariencia lastimera se mantiene atento a las mujeres que pasan.
No discrimina para piroperar. No le importa si son madres que llevan de la mano
a sus niños o si son jovencitas de escuela, algunas casi niñas. No le importa
si van arregladas o en fachas. Sólo le importa que vayan solas. Tampoco le
importa generar esa molestia que incluso contagia a otros hombres. Pero estamos
en Naucalpan, uno de los once municipios que más violencia ejerce contra las
mujeres en el estado de México y que en la segunda mitad del 2016 fue foco de
atención al registrarse varios feminicidios. Una mujer rubia atraviesa la
avenida 16 de septiembre sorteando combis, microbuses y uno que otro auto
perdido. Se escucha algún chiflido. Viste leggins de un blanco impecable, tenis
negros y una playera deportiva del mismo color que sus zapatos. Parece que
lleva prisa. Sorteando cuerpos en movimiento pasa frente al lisiado que se
endereza para decirle algo imperceptible. La rubia se detiene en seco. Pretende
encararlo pero al descubrirlo minusválido se contiene.
-
¡No
te molestes mamazota, eres un monumento digno de saborear aunque sea con la
mirada! –reitera el hombre mientras al fondo los policías sueltan una risotada
ensimismados en su charla.
La
mujer parece confundida. Se nota la mirada enfurecida, los labios apretados,
las manos sueltas queriendo arremeter contra aquel harapo humano pero al final
resuelve caminar lentamente hacia el puesto de revistas. Habla para ella misma,
enojada. La sigo con la mirada hasta que se pierde al interior de la clínica.
Al volver la mirada un hombre de unos treinta años, de brazos fuertes y espalda
ancha se encuentra frente al lisiado y lo sentencia con el índice. Unas diez
personas se acercan para escuchar lo que le dice. El hombre-harapo muestra una
sonrisa cínica y chimuela que resulta repugnante. Sabe que el otro sujeto no se
atreverá a ponerle una mano encima lo que enciende los ánimos del joven que
baja su mochila al suelo y le manotea las muletas que salen disparadas una a
cada costado. Un par de señoras tratan de contenerlo mientras otro hombre le
hace ver que es un discapacitado y que nadie se mete con los discapacitados.
Los policías reaccionan y vienen hasta donde el grupo de gente se ha convertido
en multitud. El lisiado se carcajea y el joven no se contiene para propinarle
una cachetada que le transforma la horrible sonrisa en una mueca de dolor y que
de paso también le crispa la mirada. El hombre quiere defenderse con las
muletas pero éstas yacen en el piso. Alcanzarlas parece una misión imposible
para alguien en su condición. Los policías llegan mostrando más prepotencia que
autoridad y dos de ellos sacan sus radios para pedir refuerzos. La escena se
torna cómica: cuatro hombres obesos, armados, que se supone son autoridad piden
refuerzos para detener a un joven que ahora se burla del viejo ante su incapacidad
por responderle.
Las
mujeres que inicialmente intentaron contener al joven exigen a los policías que
actúen, que hagan valer su autoridad para detener al que ha ofendido a un
discapacitado. Un tercer sujeto trata de imponer silencio para poder hablar con
los policías quienes se limitan a tomar al joven por los brazos. Él no se
resiste pero intenta explicar su actuar. Alguien más se envalentona y quiere
darle una lección al joven. Todos dan su versión y al final los policías
comienzan a dispersar a la multitud mientras conducen al joven al módulo que se
encuentra en la otra esquina. Los que hablan por radio se conmiseran del
lisiado y le acercan sus muletas, le preguntan si está bien, si necesita algo,
si está lastimado. El hombre exagera el dolor y finge un desmayo. La escena se
vuelve ridícula. Prefiero seguir mi camino. A veces la mejor ayuda es la indolencia
sobre todo cuando la objetividad se vuelve subjetiva.
Metros
adelante, frente a la papelería Nueva Japón, una jovencita camina delante de mí.
Carga una canasta con flanes, jugos y sándwiches. Su exagerado contoneo es
aderezado por su vestimenta (leggins rojos, blusa blanca y zapatillas negras) que
ofrecen el pretexto perfecto para los piropos, los chiflidos y los comentarios
que en algunos casos harían sonrojar al mismo lisiado. La chica acentúa su
contoneo y aprovecha para increpar a los comerciantes: ¿te voy a dejar algo o
sólo vas a decir pendejadas? No hay respuestas concretas, únicamente propuestas
sexuales que no tengo tiempo de escuchar. Acelero el paso. Estoy a un par de
calles del trabajo y se me ha hecho tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario