La
quietud de la escuela se rompe cuando una maestra pasa frente a un salón de
preparatoria. Un chiflido aislado encuentra eco en la estupidez adolescente y
se generaliza armando un alboroto que el profesor al frente del grupo evita
contener. Alguien grita una palabra que se replica en diversos sinónimos que
hacen alusión al cuerpo de la maestra y cuyos pasos se han silenciado al
descender la escalinata.
-
¡No
mames! ¿A poco te gusta esa pinche flaca? –grita una voz femenina perdida en el
anonimato–. Yo tengo más chichis y más nalgas que ella.
-
Pero
tú ya estás muy conocida...
La
carcajada es general.
Las
pisadas de la maestra vuelven a hacer eco en la escalinata. De nueva cuenta se
escuchan los chiflidos y las palabras que ni por asomo pueden considerarse
piropos. El profesor se encuentra metido en su teléfono celular. En mis años de
escuela aquello hubiera sido impensable cuando menos hacia una maestra.
Entonces, no dudo que ella hubiera hecho valer su autoridad para apagar la
euforia y de paso para poner en orden a los provocadores. Aquí eso es
impensable. Le pregunto por qué su indiferencia y me dice que prefiere evitarse
problemas con los muchachos.
En
los últimos años las escuelas deben incluir programas de prevención a la
violencia de género. Si eso existe en esta escuela me temo que ha resultado un
rotundo fracaso.
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